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154 años de La Boca: entre Quinquela y la nostalgia del “paraíso perdido»

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El barrio fue el epicentro de Buenos Aires a través de su puerto, pero la contaminación y la desinversión lo hicieron decaer. Ahora concentra pobreza y hacinamiento, pero pelea por volver a crecer

Caminito, la galería a cielo abierto que imaginó Quinquela, es hoy uno de los atractivos turísticos más potentes de Buenos Aires. (Gastón Taylor)

Un botero rema justo debajo del transbordador Nicolás Avellaneda, ida y vuelta desde la Isla Maciel. Lleva hombres con bicicletas, mujeres con cochecitos, nenes con guardapolvos blancos: a cada uno les cobra doscientos pesos el viaje. Tres catamaranes barredores se reparten la superficie del espejo de agua de la Vuelta de Rocha para que no floten ni botellas, ni paquetes de galletitas, ni caca de perro. Dos parejas de turistas chinos, cuatro adolescentes de la India y una familia mendocina se turnan para sacarse fotos en las paredes de chapa pintadas cada una de un color diferente.

De un bus blanco ploteado con el nombre de alguna agencia de turismo bajan unos veinte brasileros y se apuran a formar fila frente a la esquina en la que se puede subir una escalera para sacarse una foto con un Messi de yeso que levanta la Copa del Mundo. Los nenes que bajaron del bote del lado porteño apuran el paso porque la hora de entrar a la escuela se les viene encima: uno de ellos lleva un gorro de lana azul con el escudo de San Telmo. De este lado del agua estos colores están lejos de ser gobierno pero la camaradería es bienvenida.

Un brasilero pone mil pesos en una lata destinada a las propinas y se saca una foto con una réplica de la Copa Libertadores. Dos chilenas le dan 3.000 pesos al tanguero y la tanguera que posan con ellos: cada uno de los dos, en un buen día en Caminito, recauda entre 30.000 y 40.000 pesos. El encargado de un bar le prepara un café nuevo a un parroquiano porque, por la charla, se le enfrió. Y le cobra a un extranjero un 25% más que al parroquiano por un café del mismo tamaño.

Tres nenas que dicen que están en cuarto grado no se cruzan con ningún auto en el camino a la escuela: viven en el barrio Catalinas Sur, ese microcosmos de 2.500 viviendas creado en los sesenta que tiene escuela, iglesia, calles peatonales internas y un espíritu comunitario conmovedor. La mandíbula frondosa de un callejero con antepasados pastores alemanes custodia la entrada de un conventillo en los que todavía abunda la madera, ese material que protagonizó los incendios más graves de esta punta de la ciudad. Adentro, en el patio que comparten 24 familias, unos cinco o seis adolescentes pelean su batalla de gallos vecinal: se apilan para desafiarse a puras rimas improvisadas.

A dos cuadras de La Bombonera, María Ángeles vende una, dos, tres, varias camisetas de Riquelme por día. Algunas menos de Maradona. Y los lunes, la del jugador que más haya brillado el fin de semana. Un hombre desmaleza el baldío en el que duerme para que los días de partido esté listo para los autos: 5.000 pesos la plaza.

Un señor que parece más de setenta descansa apoyado en una de esas escaleras de tres o cuatro escalones que suben y bajan en las veredas de este barrio que tuvo que construirse a sabiendas de que las inundaciones eran parte de su folklore. Las mujeres apuran el paso por la calle: no hay tiempo para escalar y descender en medio de los mandados. Un contingente de chicos de segundo grado camina por la avenida Pedro de Mendoza nombrando los colores de los que están pintados los adoquines y las paredes del Complejo Quinquela Martín, que incluye museo, centro de primera infancia, jardín de infantes, escuelas primaria y secundaria, teatro y un hospital odontológico para chicos. El único que no juega a lo de los colores repite una misma pregunta: “¿Cuándo vamos a al cancha?”.

Una autobomba espera que sea el momento de hacer lo suyo pero no se parece a ninguna otra: está pintada de azul y oro. Lo del rojo es para todas las demás. La fila para hacerse atender en la guardia del Hospital Argerich llega hasta la vereda de la avenida Almirante Brown y una pareja adolescente elige la baranda que le pone borde al Riachuelo para besarse.

Mientras todo eso ocurre, como un mantra y como una advertencia, las pintadas de las paredes repiten: “República de La Boca”, “Este barrio no olvida”, “Esto es La Boca”. Este pedazo de la Ciudad que este viernes celebra su 154º aniversario -en conmemoración de la creación del Juzgado de Paz de La Boca del Riachuelo- les avisa todo el tiempo, a los visitantes y también a los locales, que estar acá no se parece a estar en ningún otro lado.